en el firmamento nocturno
con tan constante condición
que volando todos los días
vi mis pobres astros campestres
desencadenar la hermosura,
y estrellas que yo fabriqué
no parecían fabricadas:
todo parecía mejor
en el pavimento celeste.
Fue de pequeño que aprendí
a mirar las botellas rotas,
a esconder en la oscuridad
del subterráneo del Liceo
aquellos fragmentos de vidro
en los que yo precipité
las vocaciones espaciales.
Acumulé clavos torcidos,
herraduras deshabitadas,
todo lo dispuse allí
clasificando con paciencia,
estimulando con astucia,
educando con energía,
hasta que pude despertar
las fosforescencia del vidrio,
el frenesí de los metales.
Equiparado por la edad
a los sabios más eminentes
y hechicero como ninguno
logré asumir la posesión
del tesoro de mi subsuelo,
y premunido de herramientas
hereditarias, insondables,
construí primero una ráfaga
y luego un vuelo de luciérnagas.
El coemta me costó más.
Una estrella de cola ardiente,
una desposada del cielo,
una naúfraga del espacio,
un elemento natural
lleno de velos y de luz
como un pez plateado de China
convocado en el coliseo
de Aldebarán y de Saturno
pareció difícil de hacer
hasta que de nieve y botellas
propulsado por su fulgor
subió de mis manos un astro
caudal, nupcial y vaporoso.
Luego de ilustres tentativas
desencadené un meteoro
elaborado con los restos
de mi subterráneo natal.
De tumbo en tumbo rodó
en el espacio el meteoro
con todos los clavos secretos
de mi total ferretería.
Sonaron los astros quebrados
por el mandoble de mis dedos,
por mi estallido celeste,
y la noche se estremeció
recibiendo la catarata.
Así me entretuve, señores,
en el colegio de mi infancia.
-Fin de mundo (1968-1969)